Me llamo Rojo (Orhan Pamuk)

El verdadero ilustrador pinta gracias a sus recuerdos y a la práctica de su mano y no gracias a lo que sus ojos están viendo en ese momento. El pintor siempre está solo ante el papel. Para él, recordar es siempre una necesidad.

En el Imperio Turco del siglo XVI, los sultanes y visires encargaban libros con ilustraciones de sus grandezas y riquezas. Esa honorable labor que incluía la ornamentación de libros, la caligrafía y la ilustración, implicaba mantenerla bajo los estrictos modelos de los antiguos maestros. Ilustradores que marcaron un paradigma del arte propiamente del imperio a lo largo de los siglos y que debía ser transmitido a todas las generaciones de artistas. Por eso, las diferencias o rarezas que nacieran del talento de la pintura, lo que se llamaría tener un estilo propio, debía ser ocultado, o en el peor de los casos, castigado con la pena de muerte. Pero ¿qué hacer cuando el propio Sultán desea que se le haga una ilustración a la manera de artistas extranjeros?
El encargo “secreto” abrirá la puerta a muchas posibilidades de creatividad entre los mejores ilustradores de la nación, pero también hará surgir la envidia y el miedo por aplicar un arte prohibido, algo que no encajará tan fácilmente en una sociedad marcada por la religión, la ley islámica y las tradiciones ancestrales.
Este nuevo libro ilustrado para el Sultán, desafiará a todos y la Muerte como buena amiga, se encargará de hacer que las cosas se pongan más delicadas, pues el asesinato marcará la pauta para conocer al criminal a lo largo de la novela, a la vez que el lector se sumergirá en el proceso y dedicación que debe tener un verdadero ilustrador otomano. Un artista que debe estar absolutamente atento a la belleza del instante presente y tomárselo todo en serio, hasta el menor detalle de lo más valioso y lo más esencial del mundo. Una profunda sensibilidad que se plasmará en la escena, mostrando el amor que siente por la riqueza del mundo y por su Creador.
Usar las técnicas de los extranjeros, implicará adulterar la sabiduría y el talento, con la obstinada creencia de perder para siempre la identidad ancestral, la cultura y costumbres de un gran imperio.

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